"El hombre sostiene una relación con Dios que puede traicionar pero no interrumpir y que constituye el sentido esencial de su vida", Abraham Joshua Heschel. Germán Iván Martínez Gómez, Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx.), Maestro y Doctor en Enseñanza Superior por el Centro de Investigación y Docencia en…
“El hombre sostiene una relación con Dios que puede traicionar pero no interrumpir y que constituye el sentido esencial de su vida”,
Abraham Joshua Heschel.
Germán Iván Martínez Gómez, Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMéx.), Maestro y Doctor en Enseñanza Superior por el Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos (CIDHEM), entre otras capacitaciones, y profesor de Posgrado en El Colegio de Morelos, ha publicado en diversos medios editoriales, incluyendo su libro “La educación filosófica. Apuntes sobre la necesidad de una pedagogía enigmática” (Editorial Académica Española, 2017):
Martínez Gómez también escribió un ensayo acerca del libro de Viktor E. Frankl, “La presencia ignorada de Dios”.
En concreto: aunque Dios sea inmutable, la idea de Dios ha variado conforme a las épocas y en virtud de los intereses humanos. Y se traduce en formas de vida y de conducta. Aún en un tiempo como el nuestro, que niega costumbres y cuestiona comportamientos, se siente la presencia ignorada de Dios: no sólo refleja una religiosidad inconsciente en nuestra naturaleza, sino también un rechazo a la divinidad que sirve paradójicamente para afirmarla.
Es aconsejable leer con esmero algunos fragmentos muy significativos:
#1. “La filosofía es el estado intermedio entre la sabiduría y la ignorancia; por tanto, es un estado de vacilación inacabable. Lo peor de todo radica en tener conocimiento de que aunque sepamos, siempre habrá la posibilidad de cuestionar nuestro saber al considerarlo erróneo; por ello, la filosofía nunca podrá desenfadarse de la sospecha.
En esta condición radica el sentimiento de impotencia y vacío de nuestra época: en saber que nada tenemos por sentado; en tener presente que todo Dios puede morir o ser asesinado y en que no hay trabajo más duro e infructuoso que el de cargar esta roca de incertidumbre que nos aplasta en forma irremediable. (…)”
#2. “Habitamos un mundo en el que después de habernos concebido como copartícipes de Dios en su obra creadora, después de haber entronizado al hombre en el palacio del universo, después de haber colocado a la razón en un pedestal de oro, luminoso y resplandeciente, nos hallamos ahora suspensos y desazonados, condenados a un existir que no tiene de qué agarrarse.
Empero, junto a este conocimiento de la desdicha, que es en sí mismo dichoso tan sólo por tener como posibilidad la pertinencia de lo dicho, el ser humano deambula soportando en su conciencia esta “ilusión del indulto”, tal como la llama Viktor E. Frankl.
La ilusión del indulto es esta ficción del perdón y de la gracia ante el presentimiento de la muerte. La muerte de Dios, del hombre y de la razón instrumental -razón calculadora e intempestiva- es, lo hemos dicho, el anuncio de un estado de ánimo de suspenso y orfandad. Dios ha muerto y la idea del hombre como amo y señor del universo, también. Ahora, el individuo sabe de su esclavitud resignada y silenciosa en la cárcel de la razón. Ha despertado de su sueño y se ha desencantado al encontrarse sin gracia.
Inclusive ha podido encontrar en el discurso posmoderno un artificio, un vacuo juego de palabras que evidencia embrutecimiento e incompetencia pero que, en realidad, no tiene mucho que ofrecer.
Desde esta óptica, el filósofo de la actualidad, “aterrado de la nada que allí descubre, vuelve sobre sus pasos e intenta agarrarse a la primera certidumbre que pasa” (Cioran 1999:20). Surge entonces una serie de atavismos, de retrocesos que invocan una divinidad o que la inventan, y que expresan y hacen evidente esta “religiosidad incosciente”, que hombres como Karl Jung y Viktor Frankl se han dedicado a estudiar. (…)”
#3. “Tal como afirma Iñaki Irdanibia, en la actualidad “todo nos hace pensar que nos encontramos realmente en una sociedad sin padre, en la que cada cual ha de ser su propio padre, constituirse en autoridad; estamos llegando al momento en que cada individuo se ve obligado a inventar conductas” (Vatrimo, 1994:68).
Esta orfandad origina la diseminación actual, porque en la idea de Dios reposa también el ideal de la humanidad. Dios es protección y alivio, esperanza y socorro; pero, paradójicamente, representa también castigo y dolor, desesperanza y pérdida. Por eso cuando Nietzsche criticaba la idea de Dios, lo hacía no sólo en pos de lo que representa ese concepto como antítesis de la natural, sino en contra de su progresiva reducción a uno solo.
“¡Casi dos milenios y ni un solo Dios nuevo!”, decía Nietszsche. “¡Ese deplorable Dios del monótonoteísmo cristiano! ¡Ese híbrido producto decadente, hecho de cero, concepto y tradicción, (es él) en el que tienen su sanción todos los instintos de la ‘décadence’, todas las cobardías y cansancios del alma!…” (Nietzsche, 1999:49).
El monótono-teísmo religioso, tal como lo llama Nietszsche, va a ser sustituido por el politeísmo. Entonces la divinidad, dice Michel Maffesoli, “ya no es una unidad tipificada y unificada, sino que tiende a ‘disolverse’ en el conjunto colectivo para convertirse en el “divino social” (Loc. cit., p. 104). La monotonía de un solo dios -sea éste producto de alguna religión, sea el hombre mismo o alguno de sus atributos, como la razón- se sustituye por la pluralidad y la diversidad. En la posmodernidad se instituyen los tiempos de la conveniencia. La religiosidad inconsciente se enmarca en una multiplicidad latente de diosis. Hay en nuestra época un politeísmo subyacente que se origina en nuestros impulsos y apetencias, y que se traduce en formas de vida, cultos y modas que pierden al ser humano en la multitud.
Sustituir a un solo Dios por muchos de ellos ha traído como consecuencia el desconcierto y el sinsentido. Prevalece en nuestro tiempo un impulso natural al suicidio que da cuenta, precisamente, de que nuestra condición como seres, duele. Este dolor es fruto del conocimiento de la muerte, pero más aún, de la pérdida de sentido de la vida. Quizás ahora sea necesario echar la vista atrás e impulsar el ejercicio filosófico como desenseñanza. Interrogar lo dicho, desaprender lo aprendido, comprender el pasado para conocer el presente. Tal vez así nos daremos cuenta que si bien saber de nuestra finitud y hacer de ella una constante en nuestro pensamiento es lo que nos desasemeja del resto de los animales, nuestra mortalidad no es una condena, tal y como aprendieron los estoicos. La muerte no es una fatalidad, pero el presentimiento de ella es lo que nos aniquila. Lo que nos mata es nuestra “enajenación de la muerte” (Blanco, 1998:48). En esta época se hace patente más que nunca la conciencia del desfallecimiento; y este saber que habremos de morir es lo que no cesa de matarnos.
#4. “Ignorar a Dios es propiciar, mediante la elusión, la forma más sutil de seguir creyendo en él. En este sentido, la muerte de Dios, del hombre y de la razón, señala la posibilidad, como hemos visto, de instaurar una nueva deidad o muchas de ellos, porque el politeísmo responde a un reclamo de nuestro tiempo: amoldarnos al mundo tal cual es, rindiendo culto al cuerpo, a la imagen, al placer.
Posiblemente, el conocimiento científico y tecnológico serán la panacea de los próximos siglos; no obstante, durará sólo el tiempo que proporcionalmente tardó en ocupar ese lugar. Perdurará hasta que otra deidad venga a derribarlo; hasta que otro modelo o paradigma -utilizando los términos de Thomas S. Kuhn- llegue y lo derroque. Sin embargo, la relación que entabla el hombre con Dios, que va de la admiración al rechazo, del miedo a la blasfemia, de la necesidad a la fatalidad, nos subraya una y otra vez que ella misma, afirmada o traicionada, vislumbra un aspecto trascendente de nuestra naturaleza, algo que está más allá de nosotros mismos, que es nosotros mismos; algo que se experimenta como lamento, oración o invocación silenciosamente resignada: es una relación que es posible negar, pero imposible interrumpir.”
Ahora, algunas reflexiones de Viktor E. Frankl:
** “Como señor de mi voluntad soy creador, como siervo de mi conciencia soy criatura. Para explicar la condición humana de ser libre basta la existencialidad; para explicar la condición humana de ser responsable debe remitirme a la trascendentalidad del ‘tener conciencia’… La conciencia es sólo el lado inmanente de un todo trascendente.”
** “La conciencia es la voz de la trascendencia, ella misma es trascendente. Así pues, el hombre irreligioso no es sino aquel que ignora esta trascendencia de la conciencia. Porque también el hombre irreligioso tiene conciencia, también él tiene responsabilidad; sólo que no pregunta más allá (…) El hombre irreligioso se ha detenido antes de tiempo en su camino en busca de sentido porque no ha ido, no ha preguntado más allá de la conciencia… ¿Por qué no sigue adelante? Porque no quiere dejar de seguir teniendo tierra firme bajo sus pies; porque la verdadera cima se esconde a su vista, se halla oculta por la niebla, y en esta niebla, en esto desconocido, nuestro hombre no se atreve a internarse. A ello sólo se atreve precisamente el hombre religioso.”
** “Hay siempre en nosotros una tendencia inconsciente hacia Dios, es decir, una relación inconsciente pero intencional a Dios. Y precisamente por ello hablamos de la presencia ignorada de Dios… Dios a veces “nos” es inconsciente, nuestra relación con él puede ser inconsciente, es decir, reprimida y por tanto oculta para nosotros mismos. Ya en los Salmos se alude al ‘Dios oculto’, y en la antigüedad helenística existía un altar consagrado ‘al Dios desconocido’… Existe una religiosidad latente aun en las personas declaradamente irreligiosas (…)”
** “Mi definición de religión es igual a la que ofreció Albert Einstein, y que dice lo siguiente: ‘Ser religioso consiste en haber encontrado una respuesta a la pregunta: ¿cuál es el sentido de la vida?’. Hay todavía otra definición, propuesta por Ludwig Wittgenstein, que dice lo siguiente: ‘Creer en Dios es comprobar que la vida tiene un sentido’… (…) Nosotros, sólo nosotros somos los seres que buscamos sentido a la vida. Pero no lo hallaremos a menos que nos abramos a una dimensión profunda, a menos que todo lo que vivimos, experimentamos, obramos, elaboramos, esté impregnado de la confianza en algo que no nace de nosotros mismos.”
** “Yo creo que no sólo hay diálogos interpersonales, sino diálogos intrapersonales, diálogos internos, con nosotros mismos. En otras palabras, los diálogos no tienen por qué darse entre un yo y un tú, sino que también puedan darse entre un yo y un “alter-ego”. Y en este contexto, precisamente, me gustaría ofrecerles una definición de Dios a la que les confieso que llegué a la edad de 15 años. Es como sigue: Dios es el interlocutor de nuestros soliloquios más íntimos. Es decir, cada vez que te diriges a ti mismo de la manera más honesta posible y en completa soledad, la entidad a la que te estás dirigiendo puede muy bien llamarse Dios. Como pueden ver, esta definición burla la frontera existente entre una visión teísta del mundo y una ateísta. La diferencia entre ambas sólo aparece más tarde, cuando la persona que no es religiosa insiste en que sus soliloquios son sólo eso, monólogos consigo mismo, y la persona que sí es religiosa interpreta sus diálogos tan reales como dirigidos a alguien que no es él mismo. Bien, lo que considero más importante a tener en cuenta aquí es esa “sinceridad y honestidad ante todo” de la que he hablado. Estoy seguro de que si Dios realmente existe no se va a poner a discutir con las personas no creyentes porque lo estén confundiendo con ellas mismas y, en consecuencia, lo estén negando.”