Menos verdades en un mundo más expuesto según se advierte en las redes sociales. La transparencia no es sinónimo de exactitud, a diferencia de lo que políticos resaltan en sus discursos, empresas en sus presentaciones y personas en sus perfiles. Exposición Más de 3 mil millones de personas se conectan a diario a las redes…
Menos verdades en un mundo más expuesto según se advierte en las redes sociales. La transparencia no es sinónimo de exactitud, a diferencia de lo que políticos resaltan en sus discursos, empresas en sus presentaciones y personas en sus perfiles.
Exposición
Más de 3 mil millones de personas se conectan a diario a las redes sociales, configurando así un 42% de la población mundial que vuelca sus datos al flujo virtual.
Según las estadísticas de 2019 Facebook superó los 2.300 millones de usuarios activos mensuales e Instagram generó más 14 mil millones de dólares en ganancias.
Pero el fenómeno no sólo se traduce en aumento de registrados, sino también en la extensión progresiva del tiempo diario dedicado.
Frente a este escenario, los valores y principios ponderados por la cultura moderna han sido velozmente transformados. Y en este contexto surge el concepto de transparencia como lema para instituciones y sujetos.
En el libro La sociedad de la transparencia el filósofo surcoreano Byung Chul Han define a la exposición como la consumación del capitalismo y describe que en el mundo hoy todo está vuelto hacia afuera, descubierto, despojado, desvestido y se “hace de todo una mercancía”.
Lejos de una visión fatalista de la actualidad, resulta imprescindible cuestionar (y cuestionarse):
¿Qué se ve en las redes además de cuerpos, rostros, vidas, intimidades, opiniones y privacidades volcadas al flujo virtual?
Intimidad
Instagram reportó en 2019 que 500 millones de usuarios ven y publican Stories al día en todo el mundo.
En este contexto, numerosos pensadores en la vorágine de querer entenderlo todo, han desarrollado teorías fatalistas sobre el papel de las redes sociales que no hicieron más que acrecentar el prejuicio de las personas, sobre todo las generaciones más jóvenes.
Sin embargo, Han opta por comparar los valores ensalzados en el siglo XVIII con los actuales. En aquel entonces la vida se asemejaba a un escenario teatral, donde el contacto táctil no estaba permitido, la comunicación se daba a través de símbolos y los sentimientos eran representados.
Pero el mundo no es hoy ningún escenario sino un mercado en el que se exhiben, venden y consumen intimidades. Mientras que antes se representaba, hoy se expone.
“Es obscena la coacción de entregar todo a la comunicación y visibilidad. Es obsceno el poner el cuerpo y el alma ante la mirada”
Cuando todo está a la vista ya no hay hermenéutica, profundidad ni sentido que descubrir y así es que se impone la transparencia que elimina asimetrías, nivela e instaura la homogeneidad.
Entonces, ¿qué sucede con la intimidad que se creía intrínseca al ser humano? ¿Cuán veraz es el lema que asegura que a mayor revelación de los sentimientos y emociones íntimos, mayor es la revelación del alma?
El filósofo surcoreano elucida que tal ecuación es errónea: exposición y verdad no son dos variables que marchen paralelamente.
Control
Hasta hace poco, en cualquier clase de sociología o historia se enseñaba a pensar al concepto de control en términos de panóptico: la sociedad era vigilada desde un centro de mirada despótica.
En cambio, inaugurado el siglo XXI, se instala la iluminación perspectivista que “es más eficaz, porque puede producirse desde todos los lados, desde todas partes; es más, desde cada una de ellas”. De esta forma, con todo el panorama iluminado, nada excede la vista de los otros.
Con las redes sociales posicionadas en la rutina diaria de las personas, las instituciones de control ceden sus funciones. Así, por ejemplo, un grupo de Facebook de una determinada comunidad hace las veces de cartelera de noticias dónde no sólo se informa, sino se acusa, enjuicia y determinan sentencias sociales.
Lo más curioso que resalta el filósofo acerca de este aspecto es que las reglas han cambiado tanto que ahora son los mismos sujetos los que colaboran “desnudándose” ante la vista de los otros. Asimismo, cada uno vigila a cada uno.
Menos verdades en un mundo más expuesto
La transparencia no es fruto de las posibilidades que brindan las tecnologías de la información y la comunicación, tampoco la manifestación de un desarrollo más elevado de la sociedad, sino que es la consumación del objetivo de optimizar, exhibir y explotar los cuerpos.
No obstante, el lema de la exposición no es únicamente una exigencia individual y personal, sino un imperativo económico: la hiperiluminación de una persona maximiza la eficiencia económica a través de la entrega de sí mismo y sus datos.
Hace dos años cada persona le generaba 45 dólares anuales de ganancia a Google y 20 a Facebook. Estos valores multiplicados por cada usuario, supera el PBI de 40 países.
Un periodista de The Week afirmó que “actualmente nada es gratis. Si parece gratis significa que el costo está escondido. Y cuando el costo está escondido, es difícil saber si vale la pena pagarlo”.
Entonces, de modo opuesto a la creencia común, la publicación del todo no esclarece sino que penetra, homogeneiza, nivela e intrinca el acceso a lo verdadero.
Más allá de las potencialidades que ofrecen las redes sociales, es imperativa la necesidad de ser conscientes de que la transparencia no es la vía segura hacia la verdad, como se autodenomina.
La fórmula que enarbola, a menos ocultamiento más autenticidad, no siempre aplica. Al contrario, trae por debajo el contrato para ser controladores y controlados, el permiso para penetrar las intimidades y ganar millones haciéndolo.
Por Elizabeth Maier